Relacionar el adjetivo industrializado con nuestro país resulta hoy en día imposible y no es una seña de identidad que nos haya caracterizado en nuestra idiosincrasia, salvo en algunos núcleos, ni que se perciba desde el exterior como nuestro potencial. Los datos así lo constatan: sólo en los últimos diez años el peso de la industria en Alemania ha estado en torno al 25% de su PIB, mientras que en España ha retrocedido hasta estancarse cerca del 15% de lo que supone nuestra economía.
Esta realidad no es nueva. España nunca se subió firmemente al tren de la industrialización. En el siglo XVIII, la creación de las Reales Fábricas de textiles, cristal, etc. como intento por acortar distancias con Europa se tradujo en un tremendo fracaso que al final las hizo languidecer hasta su desaparición. Ya a mediados del siglo XIX, asistimos a la implantación del ferrocarril que supuso una proliferación del sistema financiero con sociedades de crédito, inmobiliarias y una afluencia de capitales extranjeros que finalmente ante la falta de desarrollo económico en el territorio no hizo rentable la prolija red ferroviaria y produjo una de las mayores burbujas económicas de nuestra historia de la cual no aprendimos dada la situación actual.
Es evidente que industrializar un país implica un gran esfuerzo. Japón y Corea del Sur, dos países referentes en tecnología avanzada, al término de la Segunda Guerra Mundial eran economías devastadas y que nunca habían contado con una producción más allá de la agricultura y la pesca. Sin embargo, sus gobiernos apostaron por una intensa y decidida política industrial que si bien en sus primeras etapas adoleció de cierto proteccionismo, en la época más reciente dio lugar a la consolidación de gigantes empresariales de la talla de Samsung y Hyundai en Corea del Sur o de Toyota y Sony en Japón. Una de sus estrategias más insignes para diferenciarse y crecer en el contexto internacional de forma tan vertiginosa fue la cuantiosa inversión en I+D de la cual, uno de los frutos más notables fue el ‘toyotismo’ con la robotización de la producción.
Por tanto, la pregunta que surge es: ¿Cómo puede España acometer este proceso de industrialización de forma que nos lleve a la estabilidad y al éxito? Actualmente, en materia de desarrollo sostenible, el economista Jeremy Rifkin presentó en el año 2011 una modelización de gestión productiva y energética denominada ‘Tercera Revolución Industrial’. Según su planteamiento, estaría basada en las energías verdes y se organizaría y administraría desde Internet siendo la esperanza para las nuevas generaciones.
Esta realidad no es nueva. España nunca se subió firmemente al tren de la industrialización. En el siglo XVIII, la creación de las Reales Fábricas de textiles, cristal, etc. como intento por acortar distancias con Europa se tradujo en un tremendo fracaso que al final las hizo languidecer hasta su desaparición. Ya a mediados del siglo XIX, asistimos a la implantación del ferrocarril que supuso una proliferación del sistema financiero con sociedades de crédito, inmobiliarias y una afluencia de capitales extranjeros que finalmente ante la falta de desarrollo económico en el territorio no hizo rentable la prolija red ferroviaria y produjo una de las mayores burbujas económicas de nuestra historia de la cual no aprendimos dada la situación actual.
Es evidente que industrializar un país implica un gran esfuerzo. Japón y Corea del Sur, dos países referentes en tecnología avanzada, al término de la Segunda Guerra Mundial eran economías devastadas y que nunca habían contado con una producción más allá de la agricultura y la pesca. Sin embargo, sus gobiernos apostaron por una intensa y decidida política industrial que si bien en sus primeras etapas adoleció de cierto proteccionismo, en la época más reciente dio lugar a la consolidación de gigantes empresariales de la talla de Samsung y Hyundai en Corea del Sur o de Toyota y Sony en Japón. Una de sus estrategias más insignes para diferenciarse y crecer en el contexto internacional de forma tan vertiginosa fue la cuantiosa inversión en I+D de la cual, uno de los frutos más notables fue el ‘toyotismo’ con la robotización de la producción.
Por tanto, la pregunta que surge es: ¿Cómo puede España acometer este proceso de industrialización de forma que nos lleve a la estabilidad y al éxito? Actualmente, en materia de desarrollo sostenible, el economista Jeremy Rifkin presentó en el año 2011 una modelización de gestión productiva y energética denominada ‘Tercera Revolución Industrial’. Según su planteamiento, estaría basada en las energías verdes y se organizaría y administraría desde Internet siendo la esperanza para las nuevas generaciones.
Entre las premisas básicas para su consecución establece, en primer lugar, el compromiso de la UE para que en 2020, el 20% de la producción energética sea renovable. En segundo lugar, una sistematización de recolección de la energía eficiente con el objetivo de que cada edificio pueda autoabastecerse energéticamente. Una tercera acción basada en conseguir un almacenaje óptimo y eficiente de esta energía. En cuarto lugar, Internet como canalizador y administrador de todo este entramado, que permitiría el intercambio de energías. Y, por último, el transporte usaría la energía ‘verde’ dejando de lado los combustibles fósiles. España, en este sentido, tiene ya un camino recorrido situándose en cierta ventaja respecto a los países europeos. Sin ir más lejos en el año 2011, el 30% de la electricidad consumida fue generada de forma renovable.
Por otro lado, otra de las fórmulas más potentes en cuanto al fomento de la industrialización y el desarrollo de una economía ha sido y es el cluster. Un término que acuñó el economista Michael Porter en 1990 en su estudio ‘The Competitive Advantage of Nations’. Así, definió el cluster como una concentración geográfica de empresas e instituciones conexas, pertenecientes a un campo concreto unidas por rasgos comunes y complementarios. Los cluster más famosos hoy son los afamados Silicon Valley, de biotecnología en Boston o automotriz en Stuttgart. En España, uno de los cluster más reconocidos en Europa es el de automoción denominado CEAGA en Galicia, pero también existen de aeronáutica y de mármol en Macael, entre otros. En todos ellos, la clave ha surgido desde el ámbito cooperativo en muchas esferas lo que después ha permitido a estas empresas ser más competitivas e innovadoras. La conjunción, además, de instituciones públicas y banca especializada en la promoción y apoyo de estas iniciativas supone un paso esencial haciendo del cluster una gran oportunidad para el desarrollo de pymes y, por tanto, de empleo para muchos de los profesionales colegiados en todas las áreas.
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