Para esta entrada propongo que hagamos un análisis introspectivo, personal, sobre las diferentes decisiones de consumo que realizamos. Cuando estamos interesados en adquirir un producto o servicio que no hemos consumido nunca o, si es así, de manera infrecuente, atravesamos por un proceso de reflexión que contempla una serie de pasos determinados:
En primer lugar, acudimos a nuestra propia experiencia; después buscamos referencias en nuestro entorno —tales como publicidad, precio e información objetiva, consulta a otras personas, etc.—; comparamos las alternativas que tenemos disponibles y, finalmente, decidimos sobre la adquisición que nos reportará una determinada satisfacción. Además, en la mayoría de las ocasiones, este curso está condicionado por el tiempo con el que contemos. Todo este desarrollo, cuyas fases pueden tener diferente intensidad o incluso un distinto orden, componen el espectro principal a través del cual tomamos nuestras decisiones de consumo; inclusive, en bienes y servicios que compramos habitualmente, este proceso se puede simplificar a rutinas con las que estamos acostumbrados y satisfechos. Frente a esta conducta descrita, expongo y sintetizo una teoría económica utilizada habitualmente para caracterizar mercados:
Según la escuela neoclásica de economía, el consumidor dispone de todos los resortes de información en el mercado, por recónditos que parezcan, y conoce y ordena todas las alternativas posibles para realizar sus decisiones de compra, las cuales significarán siempre el resultado más óptimo y maximizador de su utilidad; dejando de lado el aspecto emocional. Una vez llegados a este punto, lanzo la siguiente pregunta: ¿Con qué descripción de comportamiento nos sentimos más identificados?
Bien, a modo de respuesta me gustaría introducir una nueva argumentación en este sentido. Para ello, mencionaré al economista Herbert A. Simon, Nobel de Economía en 1978, cuya principal aportación fue el estudio del proceso de decisión de los individuos acuñando el concepto de racionalidad acotada. Este concepto se define por el método de búsqueda que efectúan los consumidores en el mercado, el cual, está caracterizado por no conocer todos los elementos o señales que existen sobre el bien o servicio, los efectos de su posible elección de consumo y, por tanto, no tener capacidad de computar y tratar toda la información para así ordenar según criterios de maximización de utilidad todas las opciones posibles.
De este modo, Simon establece que las decisiones de los individuos responden a un patrón de deliberación en base a toda la información de la que puedan disponer mediante su propia experiencia y aprendizaje. Así, dadas las limitaciones evidentes de conocer todo lo que sucede en el mercado para evaluarlo y clasificarlo de manera automática, el consumidor elegirá el bien o servicio atendiendo a un criterio de aceptabilidad o satisfacción en lugar de maximización de la utilidad. Un método que Simon denominó racionalidad procesal.
Por tanto, ¿no se parece el proceso de decisión de los ciudadanos (clientes y pacientes) de servicios profesionales a la racionalidad procesal de Simon? Es decir, cuando acudimos a un profesional, ¿no indagamos en nuestra propia experiencia, buscamos referencias, consultamos a conocidos, amigos o familiares y, finalmente, decidimos?. Si es así, una regulación equilibrada de los servicios profesionales que ayude y surta de información clara y útil a los ciudadanos como clientes y pacientes en su proceso de búsqueda del profesional más adecuado, es absolutamente necesaria.
En primer lugar, acudimos a nuestra propia experiencia; después buscamos referencias en nuestro entorno —tales como publicidad, precio e información objetiva, consulta a otras personas, etc.—; comparamos las alternativas que tenemos disponibles y, finalmente, decidimos sobre la adquisición que nos reportará una determinada satisfacción. Además, en la mayoría de las ocasiones, este curso está condicionado por el tiempo con el que contemos. Todo este desarrollo, cuyas fases pueden tener diferente intensidad o incluso un distinto orden, componen el espectro principal a través del cual tomamos nuestras decisiones de consumo; inclusive, en bienes y servicios que compramos habitualmente, este proceso se puede simplificar a rutinas con las que estamos acostumbrados y satisfechos. Frente a esta conducta descrita, expongo y sintetizo una teoría económica utilizada habitualmente para caracterizar mercados:
Según la escuela neoclásica de economía, el consumidor dispone de todos los resortes de información en el mercado, por recónditos que parezcan, y conoce y ordena todas las alternativas posibles para realizar sus decisiones de compra, las cuales significarán siempre el resultado más óptimo y maximizador de su utilidad; dejando de lado el aspecto emocional. Una vez llegados a este punto, lanzo la siguiente pregunta: ¿Con qué descripción de comportamiento nos sentimos más identificados?
Bien, a modo de respuesta me gustaría introducir una nueva argumentación en este sentido. Para ello, mencionaré al economista Herbert A. Simon, Nobel de Economía en 1978, cuya principal aportación fue el estudio del proceso de decisión de los individuos acuñando el concepto de racionalidad acotada. Este concepto se define por el método de búsqueda que efectúan los consumidores en el mercado, el cual, está caracterizado por no conocer todos los elementos o señales que existen sobre el bien o servicio, los efectos de su posible elección de consumo y, por tanto, no tener capacidad de computar y tratar toda la información para así ordenar según criterios de maximización de utilidad todas las opciones posibles.
De este modo, Simon establece que las decisiones de los individuos responden a un patrón de deliberación en base a toda la información de la que puedan disponer mediante su propia experiencia y aprendizaje. Así, dadas las limitaciones evidentes de conocer todo lo que sucede en el mercado para evaluarlo y clasificarlo de manera automática, el consumidor elegirá el bien o servicio atendiendo a un criterio de aceptabilidad o satisfacción en lugar de maximización de la utilidad. Un método que Simon denominó racionalidad procesal.
“… El comportamiento es procesalmente racional cuando es el resultado de una deliberación apropiada, Su racionalidad procesal depende del proceso que lo generó.” H. Simon, 1976.
Por tanto, ¿no se parece el proceso de decisión de los ciudadanos (clientes y pacientes) de servicios profesionales a la racionalidad procesal de Simon? Es decir, cuando acudimos a un profesional, ¿no indagamos en nuestra propia experiencia, buscamos referencias, consultamos a conocidos, amigos o familiares y, finalmente, decidimos?. Si es así, una regulación equilibrada de los servicios profesionales que ayude y surta de información clara y útil a los ciudadanos como clientes y pacientes en su proceso de búsqueda del profesional más adecuado, es absolutamente necesaria.
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